Por el Dr. D. José María de Montells y Galán.
Desde Tiempos de Historia, en la entrada del día de hoy, nos llena de placer transmitir en su integridad el artículo que nos remite amablemente nuestro amigo el Doctor de Montells. Confiamos sea del interés de todos nuestros lectores:
Para un lazarista como yo, era menester que el retrato que me hiciera mi hija Berta, tuviese una referencia a la Orden de mis afectos y desvelos. Seguía así la tradición que inauguró mi padre, retratado por Roberto Soravilla con el uniforme de la Orden, que sirvió de portada a mi Historia apasionada de la Religión de San Lázaro.
Don José de Montells y Gimeno, retratado por Roberto
Soravilla con el uniforme de gran gala
Berta de Montells, mi señora hija muy querida, que es una extraordinaria retratista, se ha resistido todo lo que ha podido a inmortalizarme en el lienzo, pero al final me he salido con la mía.
Retrato del Dr. D. José María de Montells
(acrílico de Dña. Berta de Montells).
Su intuición formidable de genial artista me ha visto leyendo un libro del que sale un pez dorado. Sería pretencioso y algo cursi decir que uno ha consagrado su vida a los libros. Pero no sabría posar sin un libro en las manos.
El libro, según Borges, es el símbolo del universo. El libro de la vida, del Apocalipsis está en el centro del paraíso. En el Antiguo Egipto, el Libro de los Muertos es un conjunto de ritos para implorar a los dioses, que favorezcan la travesía de los infiernos y aseguren la llegada al sol eterno. El libro es también símbolo del secreto divino que se revela a aquel que lo lee.
En la Búsqueda o Demanda del Grial, el libro se identifica también con la Copa Sagrada. La búsqueda es entonces la de la palabra, la suprema sabiduría inaccesible al común. El libro abierto, que fue divisa de Alfonso V de Aragón, ofrece sus secretos al que lo escruta. En la Biblioteca de Babel, Borges especula con la existencia de una biblioteca que contiene todos los libros posibles. En Libro de Arena, el escritor argentino se decanta por un solo libro:
Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (...) El manejo de ese vademécum sedoso no sería cómodo: cada hoja se desdoblaría en otra análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
Este libro no tiene principio ni fin. La numeración de sus páginas no es correlativa y una vez que se pasa una página resulta imposible volver a encontrarla. Un libro monstruoso que se apodera de sus sueños. Un misterio. Sea uno o infinitos, el libro, los libros siempre me han acompañado. Para mí, ha sido un sustento imprescindible del alma. Soy también de los que gozan con el libro como objeto. He sido un lector contumaz, editor y un escritor de algunas obras de las que no me avergüenzo. Mi retrato leyendo un libro no puede ser más explícito.
El pez, ya se sabe, es símbolo de Cristo, portador de la fuerza espiritual del Salvador. Para los simbolistas, el pez se halla asociado a uno de los elementos esenciales, el agua, que a su vez, constituye el principio vital.Para muchos pueblos de la antigüedad, el significado del pez representa la antinomia dual relacionada con la muerte y con el nacimiento.Entre los egipcios, se consideraba al pez como imbuido y revestido de cierto temor y misterio; además, se le tenía por un animal sagrado y, en algunos casos y épocas, los sacerdotes debían abstenerse de comer pescado y, al propio tiempo, practicar el ritual adecuado para su adoración. Para los primeros cristianos, el pez se convirtió, junto con el pan en símbolo de la eucaristía. Es también símbolo de la Resurrección. Un devoto de Lázaro resucitado por el Señor no podía representarse de manera más propia.
Al cuello llevo la venera de la Medalla de la Lealtad de la Orden de San Lázaro que tengo en gran estima. Me fue otorgada por don Francisco de Borbón y Borbón y nunca lo he agradecido lo bastante. En los tiempos que vivimos tan desnortados, me parece que la lealtad es una virtud excelsa. La Placa de la Gran Cruz y la Banda cruzando el pecho testimonian mi pertenencia a esa religión. Entre las miniaturas, algunas órdenes muy queridas. El fondo de un papel pintado de finales del siglo XIX, quizá modernista y el frac, proporcionan a la imagen un cierto aire anacrónico. No hay referencias a la Heráldica, pese a que Berta hubiera pintado mis armas, porque no quise que el retrato se cargase de más signos. Mi hija me ha interpretado cabalmente y cada vez que miro el lienzo, me veo reflejado como en un espejo. Ese soy yo, me digo. Mi vera efigie.